Illustration

 

 

Bastian Zach

Matthias Bauer

Morbus Dei: Infierno

Novela

Traducción de Lidia Álvarez Grifoll

Contenido

 

Cover

Título

Pie di imprenta

Prólogo

Abitus

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIC

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

Morbus

XXX

XXVI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

XXXVI

XXXVII

XXXVIII

XXXIX

XL

XLI

XLII

XLIII

XLIV

XLV

XLVI

XLVII

XLVIII

XLIX

L

LI

LII

LIII

LIV

LV

LVI

LVII

LVIII

LIX

LX

LXI

LXII

LXIII

LXIV

LXV

LXVI

LXVII

LXVIII

LXIX

LXX

LXXI

Infierno

LXXII

LXXIV

LXXV

LXXVI

LXXVIII

LXXVIII

LXXIX

LXXX

LXXXI

LXXXII

LXXXIII

LXXXIV

LXXXV

LXXXVI

LXXXVII

LXXXVIII

LXXXIX

XC

XCI

XCII

XCIII

XCIV

XCV

XCVI

XCVII

XCVIII

Epílogo

Autores

Trilogía

 

 

 

www.haymonverlag.at

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de la editorial, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

En función del dispositivo de lectura utilizado, la presentación del texto autorizado por la editorial puede presentar diferencias.

ISBN 978-3-7099-3711-2

Imagen de la cubierta: www.istockphoto.com

 

 

Bastian Zach: A mis abuelos. Y a Sabine

Matthias Bauer: A mis tres amores, Moni, Hannah y Sophie

Prólogo

Ha llegado la hora.

Mientras escribo estas líneas, una tormenta azota las calles de Viena, una tormenta de odio y ruina; los gritos retumban por toda la ciudad, ahogados por voces más graves y oscuras.

«Sus» voces.

Pronto estarán aquí. Pero quizá sea de justicia, porque fui yo la que trajo la ruina a la ciudad.

Oigo pasos en el patio. Esconderé el libro en casa, quizá él lo encontrará. Si aún está vivo.

Ya han llegado. Perdóname, Dios mío, y no nos abandones en estas horas sombrías.

Elisabeth Karrer

Viena, anno Domini de 1704

Abitus

illustration

 

Tirol,

anno Domini de 1704

 

I

El campesino cayó de bruces y quedó tendido en la nieve, jadeando. No había visto llegar el golpe, ni siquiera lo había intuido. El agresor debía de ser un aliado del demonio, si no era el diablo en persona que había ido a buscarlo. Dios sabía que se lo merecía.

Le dolía la cabeza, todo parecía a punto de desaparecer, el viento que ululaba entre los árboles, la puerta de la ruinosa casa de labranza, que no paraba de abrirse y cerrarse, los graznidos de los cuervos mientras volaban bregando con la ventisca que azotaba el cielo…

«Pájaros de mal agüero», pensó el campesino.

Seguid volando sobre mí, puede que valga la pena.

Oyó unos pasos que se acercaban lentamente por el suelo helado. No se atrevió a moverse y cerró los ojos con fuerza. Los pasos enmudecieron al llegar a su lado. Un silencio oprimente lo cubrió todo.

Sólo por un instante.

—El mundo es un pañuelo, ¿verdad?

Esa voz. Tranquila, resolutiva. La recordaba muy bien y deseaba no haber vuelto a oírla nunca.

—¡Date la vuelta, vamos!

El campesino obedeció a duras penas y se puso boca arriba. Le caían copos de nieve en la cara. Abrió los ojos lentamente.

Vio tres siluetas borrosas. Una mujer, un viejo… y él.

Johann List.

«Habría preferido al de los cuernos», gimió mentalmente el campesino. Se incorporó con cuidado y se frotó la nuca dolorida. Luego miró a Johann con los ojos entornados.

—¿Qué quieres?

—Mi dinero.

—¿Qué dinero? —El campesino disimuló mientras buscaba a tientas la pequeña barra de hierro que llevaba colgada del cinturón, a su espalda.— No sé de qué me…

Un nuevo ataque por sorpresa. No vio el movimiento, sólo notó un dolor repentino y ardiente en la pierna izquierda. Gritó aterrorizado y vio que tenía un puñal clavado en el muslo. Conocía aquel puñal, afilado como una cimitarra y con un precioso mango ornamentado. Incluso lo había tenido en sus manos. Quiso cogerlo, pero su contrincante fue más rápido, se lo arrancó sin el menor esfuerzo y se lo puso en la garganta.

—La herida de la pierna se cerrará, pero tu cuello, no. ¿Dónde está mi dinero?

El campesino se apretó la herida con la mano, la sangre se deslizó entre sus dedos y goteó en la nieve. Sollozaba y balbuceaba palabras incomprensibles.

La mujer se acercó a Johann.

—¿De verdad es necesario?

—Si hubieras visto lo que yo vi, exigirías su cabeza. Créeme. Ve al trineo a buscar las cosas. Yo acabo enseguida.

Levantó al campesino agarrándolo por el pescuezo como si fuera un cachorro de perro y lo llevó a rastras hasta la puerta de entrada. Un instante después, la oscuridad de la casa se tragó a los dos hombres.

El olor de la vieja casa de labranza se le metió al instante en la nariz: una mezcla de aire viciado, comida podrida y moho.

Como en las celdas. Tiempo atrás.

Johann torció el gesto involuntariamente.

—¿Has ventilado alguna vez este agujero desde que me fui?

—¿Para qué? Así al menos las enfermedades y las epidemias se quedan fuera.

El campesino aligeró el paso, cojeando y con la cara desfigurada por el dolor, pero Johann volvió a agarrarlo enseguida por la nuca.

—¡No tan deprisa! Las prisas nunca son buenas.

El campesino obedeció y aminoró marcha. Condujo a Johann por un zaguán sucio, con muros encalados toscamente que sostenían un techo bajo de tablones ennegrecidos. Las puertas de las habitaciones estaban cerradas y las ventanas, que parecían troneras, apenas dejaban que penetrara la luz del día. Los gruesos muros impedían que entraran ruidos del exterior; había mucho silencio. «Demasiado», pensó Johann. El repugnante hedor y la oscuridad le recordaron una cripta.

Una de las puertas estaba abierta. Al pasar por delante, Johann vio una cama recién hecha en la pequeña habitación.

—¿Esperas invitados?

—Sí, a una criada francesa, si no te molesta.

Johann blandió el puñal.

El campesino se encogió de hombros, enfurruñado.

—Cada dos o tres inviernos viene un cura. Pasa aquí una noche y luego se va, el diablo sabrá dónde. Pero paga bien y yo no hago preguntas.

—Toda una novedad que alguien salga con vida de tu granja. —Johann sonrió con rabia—. Excepto yo, claro.

El campesino lo miró perplejo.

—¿A qué te refieres con…?

Johann le dio un empujón en la espalda.

—Sigue andando, al menos mientras caminas no mientes.

El campesino entró en la cocina. El fuego del hogar abierto era la única fuente de luz. Allí dentro apestaba, el suelo estaba cubierto de barro y porquería incrustada. Había restos de comida por todas partes y plumas de gallina que habían quedado tiradas después de desplumarlas. Las paredes estaban negras de hollín y presentaban profundas grietas.

El campesino se acercó al fogón, sacó una candela y encendió un candil. Vio que Johann observaba la cocina y torcía el gesto.

—¿No te gusta? Estás acostumbrado a cosas mejores, ¿eh?

—No me extraña que un puerco como tú viva en una pocilga como ésta. Pero tú no eres un pobre cerdo, ¿verdad? —dijo Johann, escrutándolo con la mirada.

—Yo no tengo dinero. Sólo el tuyo, y no lo he tocado.

Los dos hombres estaban frente a frente. La luz trémula proyectaba una danza en sus rostros. La leña crepitaba en el fuego y se oía el ulular del viento a lo lejos.

—Claro, porque en pleno invierno no puedes gastarlo —dijo Johann, sonriendo con frialdad.

—Ha sido un año duro, List, en serio. Estaba en las últimas, por eso te quité el dinero. Si ahora… —carraspeó para que la voz le sonara más firme—, si te lo devuelvo, ¿estaremos en paz?

—Ya veremos.

—Pero…

—¡Vamos!

El campesino entró en la despensa, dejó el candil y se agachó hacia una anilla de hierro que había en el suelo. Excepto por unos pocos sacos de patatas podridas y algunas hogazas de pan duro, la despensa estaba vacía.

El hombre tiró con fuerza de la anilla. Se levantó una trampilla y apareció un agujero negro. Una escalera desvencijada conducía al fondo, del que subía un aire aún más asfixiante.

—Tú primero —dijo el campesino.

En vez de contestar, Johann lo tiró escaleras abajo. El campesino se precipitó en el vacío y Johann oyó el topetazo y un alarido… Seguramente se había golpeado la pierna herida.

«Te está bien empleado», pensó Johann. Cogió la lámpara de aceite y bajó lentamente hacia la oscuridad.

II

El sótano tenía casi el mismo tamaño que la cocina. Sin embargo, a diferencia del resto de la casa, estaba en muy buenas condiciones. El suelo de tierra compacta se veía limpio y las losetas de piedra de las paredes parecían pulidas. También había una cruz de madera negra reluciente, que presidía el recinto vacío y le daba una nota diabólica.

El aire era tan sofocante y denso que a Johann le costaba respirar. La cruz estaba plagada de manchas rojizas, igual que las losas que la rodeaban. Pasó la mano por encima y notó irregularidades, pequeños surcos… como arañazos…

Se volvió lentamente hacia el campesino.

—¿Los bajabas aquí antes de matarlos?

—¿Matarlos? ¿De qué me hablas? —Su sonrisa insegura reveló que mentía.

Johann notó que lo embargaba la ira. Los recuerdos se agolparon en su mente.

La fosa, el olor a descomposición…

Asió el mango del puñal con crispación. Y volvió a soltarlo.

Ojos mirándolo fijamente desde un lecho de hojarasca podrida, ojos apagados, suplicantes, muertos…

Con un movimiento rápido y apenas perceptible, agarró del cuello al campesino y lo empujó contra la cruz.

—¿Cómo te atreves a preguntarlo? —masculló—. Los he visto. A todos. En el bosque, ¡en tu fosa común!

El campesino se revolvió.

—Pero yo…

—¡Había hasta niños! Por el amor de Dios, tendría que matarte ahora mismo.

—No, por favor, ¡no me mates! —resolló el campesino.

Johann le apretó el cuello con más fuerza todavía.

—He matado a hombres más respetables que tú. ¿Por qué iba a dejarte con vida?

—Ten… piedad… —suplicó con voz estertórea el campesino.

Johann pensó en las personas que habían sufrido en aquel sótano, en aquella oscuridad. Su mano se crispó y apretó con más fuerza el cuello del campesino, que apenas podía defenderse.

Déjalo. Ya es suficiente.

El campesino se movía cada vez más débilmente.

Deja que otros ejecuten la sentencia.

Una vez más, su voz interior tenía razón. Lo soltó. El hombre se desplomó en el suelo y boqueó convulsivamente para coger aire. Johann se inclinó hacia él.

—Escúchame bien, maldito gusano —dijo con voz queda—. Dame mi dinero y es posible que no te clave en la cruz.

El campesino asintió jadeando y se levantó a duras penas. Se dirigió a la pared cojeando y quitó una de las losetas. Metió la mano en el hueco y sacó una bolsa. Johann le indicó en silencio que se la diera y el campesino se la tiró.

Johann la cogió al vuelo y la sopesó en la mano.

—Parece que está todo.

—Ya te lo he dicho. ¿Hacemos las paces?

El campesino seguía delante del hueco, respirando con dificultad y frotándose la garganta. Estaba en una postura poco natural, retorcida. Johann comprendió el motivo: intentaba tapar la abertura.

—¡Aparta!

Al ver que no se movía, Johann se aproximó a él y lo apartó de un empujón. Miró en el hueco y vio que estaba lleno de faltriqueras y bolsas de cuero cerradas. Cogió una. Pesaba y sonaba a dinero.

Se la tiró al campesino a los pies. La bolsa se reventó y decenas de monedas rodaron tintineando por el suelo.

—Así que sólo me habías robado a mí, ¿no?

Johann lo miró fijamente y el campesino agachó la cabeza.

El candil proyectaba una luz trémula y reinaba un silencio sepulcral. Los dos hombres parecían estatuas de piedra.

—¡Fuera de mi vista! —musitó finalmente Johann.

El campesino no daba crédito a sus oídos.

—¿Dejas que me vaya?

—No lo diré dos veces.

—Yo… Gracias… —balbuceó el campesino.

—No me des las gracias antes de tiempo.

Mientras desenganchaba el buey, la joven oyó un ladrido y volvió la cabeza. Vio un perro pastor que salía del bosque y corría jadeando hacia ella.

El animal se tumbó a sus pies en la nieve y ella le acarició la cabeza.

—¡Vitus! ¿Dónde te habías metido?

De repente oyó que la puerta de la casa de labranza se abría rechinando.

Y apareció Johann tirando del campesino. Vitus levantó las orejas y gruñó. La joven lo acarició para tranquilizarlo.

El campesino se soltó y quiso irse, pero Johann lo agarró del brazo.

—No tan deprisa, hiena. No te llevarás nada de comida ni mantas. Te irás con lo puesto.

El campesino se apresuró a asentir.

—Excepto los zapatos y los calcetines, igual que tus víctimas.

—Pero… eso equivale a una sentencia de muerte —balbuceó el campesino—. El pueblo más cercano está a varios días de camino. Me moriré de frío.

—Dios decidirá —dijo Johann—. A lo mejor se muestra comprensivo contigo. No serías el primer pecador que se sale con la suya. Y, ahora, ¡date prisa!

El campesino sabía que no le serviría de nada replicar. Mientras se descalzaba, se echó a llorar. Se arrastró por el suelo sollozando y se agarró a las piernas de Johann.

—Te lo ruego. Sólo soy un hombre que lucha por sobrevivir.

A Johann se le acabó la paciencia, levantó al campesino y lo despidió en dirección al bosque dándole una patada. El hombre se cayó, se levantó como pudo y avanzó descalzo por la nieve como si fueran brasas. Al cabo de poco, desapareció entre los árboles.

La mujer se volvió hacia el anciano, que estaba al lado del buey. A pesar del frío cortante, el animal resollaba a causa del esfuerzo: había tirado del pesado trineo durante todo el día. El anciano le acarició la grupa y el animal bufó.

—¿Tú lo entiendes, abuelo?

El anciano se encogió de hombros.

—Johann sabe lo que se hace. —Había parado de nevar y el anciano se sacudió la nieve del grueso abrigo de piel curtida. Levantó los ojos hacia el cielo crepuscular, salpicado de nubes desgarradas por el viento, y volvió a mirar a la joven.— Pronto se hará de noche. Entra las cosas, yo me ocupo del animal.

Tiró del buey y el trineo para llevarlos al establo, y el perro lo siguió.

La mujer cogió el hatillo y fue hacia Johann, que la abrazó en silencio y le enseñó la faltriquera llena de monedas.

—Con esto bastará de momento, pero en el sótano hay más. Nos quedaremos aquí hasta que no haga tanto frío. Después seguiremos el viaje y nos las apañaremos con este dinero.

La joven observó el rastro que había dejado el campesino. La nieve estaba salpicada de gotas de sangre porque Johann no le había permitido vendarse la herida. Luego miró la casa y el establo con el tejado hundido. Aquella granja exhalaba maldad. Lo notó claramente y sintió un escalofrío.

—Supongo que no me contarás de qué iba todo esto, ¿verdad?

Johann la miró en silencio a los ojos y ella asintió.

—De acuerdo, pero prométeme al menos que no nos quedaremos aquí más de lo necesario.

—Te lo prometo. Y ahora entra, antes de que nos congelemos.

III

Johann apartó el plato vacío. Elisabeth sonrió.

—Temerario como siempre, Johann. La sopa de pan no merecía su nombre, pero no he encontrado otra cosa.

Después de limpiar mínimamente la cocina, Elisabeth había buscado comida, pero sólo había encontrado un trozo de carne que olía mal y verduras podridas. Por eso había echado mano de unas patatas viejas y un poco de pan.

—Era espesa y estaba caliente. Después de pasar tantos días al aire libre, con eso me basta. Estaba hasta el gorro de carne fría correosa y de caldo de raíces y cortezas —contestó Johann.

—Alegraos de que lo hayamos conseguido —dijo el anciano—. En realidad tendríamos que estar muertos. Como los demás.

A esas palabras las siguió el silencio. El viento entraba silbando por las rendijas del viejo caserón, hacía crujir la madera y reavivaba el fuego del hogar.

El anciano miró a Johann.

—¿Cuánto tiempo quieres quedarte aquí?

—Hasta que pasen los días más duros del invierno. No conseguiríamos avanzar. Yo solo quizá podría, pero los tres… —Johann se rascó el cuello, pensativo—. Saldré a cazar y así tendremos carne fresca.

—¿Estás seguro de que el campesino no volverá?

—Segurísimo —dijo Johann, huraño—. Pero, por si acaso, he trabado las ventanas y he cerrado la puerta con llave.

—Bien.

El anciano se reclinó en su asiento, sacó una pipa arqueada y la llenó con parsimonia. Luego cogió lumbre del fogón y la encendió. Un agradable olor a tabaco y hierbas se propagó por la cocina.

Los tres estaban en silencio. No habían hablado mucho durante la huida ni habían mencionado lo que habían dejado atrás. Sobre todo por el anciano, que se negaba a hablar de lo acontecido.

Finalmente, Elisabeth rompió el silencio.

—Abuelo, te he preparado una habitación en el piso de arriba. Hay bastantes mantas y junto al fuego tienes un calentador de cama lleno de brasas. Hace mucho frío en toda la casa.

—Gracias, hija mía. ¿Dónde dormiréis… vosotros? —la pausa fue muy elocuente.

—Aquí abajo hay un cuarto con dos camas. El resto de la casa no se puede utilizar, habría que arreglar el comedor y encender la chimenea —contestó Elisabeth, que se había sonrojado.

—Vaya, vaya, así que «dos» camas… —dijo el abuelo, y se le escapó una sonrisa. Vació la pipa dándole unos golpecitos en el borde del hogar y la guardó—. Pero… —Johann y Elisabeth lo interrogaron con la mirada.— Pero, cuando hace mucho frío, lo mejor para entrar en calor es acurrucarse contra alguien. Digamos que hay que hacer de la necesidad virtud. —Carraspeó y sonrió con picardía.— Buenas noches, hijos míos. Y Johann…

—¿Sí?

—Gracias por ponernos a salvo. Gracias por todo.

Los ojos se le llenaron súbitamente de lágrimas.

Elisabeth se apresuró en acudir a su lado.

—Abuelo…

El anciano hizo un gesto con la mano.

—Estoy bien, cariño. Los recuerdos, ya se sabe. No se pueden dejar atrás sin más.

—Tú podrás, abuelo. Ya lo verás.

El anciano asintió con la cabeza. Se agachó debajo de la mesa y acarició a Vitus, que dormía cómodamente enrollado. Luego cogió el calentador lleno de brasas, le dio un beso en la frente a Elisabeth y salió de la cocina.

Johann fue hacia la joven y la abrazó. Ella le devolvió el abrazo y él la besó dulcemente.

—Todo saldrá bien, Elisabeth. Y pronto.

—Rezo por ello cada día. Y por nosotros tres.

—Hazlo. Porque no te librarás de mí —dijo Johann, sonriendo burlón.

Elisabeth le dio un cachete y sonrió con picardía.

—Quién sabe si me quedaré contigo. Al fin y al cabo, no eres más que un herrero.

—Y tú descarada y gruñona. Eso habrá que corregirlo. Y ahora mismo.

La miró a los ojos y Elisabeth se ruborizó.

—Voy a recoger la mesa.

—Tenemos tiempo de sobra. Días enteros, si tú quieres.

Cuando la atrajo hacia él, no se resistió.

Hacía muchísimo frío en el cuarto. Johann y Elisabeth se desvistieron deprisa y se metieron en el camastro, debajo de las mantas. Estaban casi a oscuras, lo único que alumbraba era la vela que Johann había puesto en un soporte de la pared. La llama temblaba con la corriente de aire y dispensaba una luz agradable.

Se abrazaron y, de repente, Elisabeth se sintió insegura. Sólo habían hecho una vez el amor, aquella noche en el pueblo, antes de que los hombres y los soldados partieran para luchar. Aquella noche fue maravillosa, pero ¿volvería a ser lo mismo? ¿La amaría Johann de igual modo ahora que ya había conseguido lo que quería?

Como si notara sus dudas, Johann le frotó cariñosamente la mejilla con la suya y deslizó las manos suavemente por su cuerpo, le acarició los pechos, le besó el ombligo y también los muslos. Elisabeth notó una oleada de calor, gimió y todas sus dudas se esfumaron.

El anciano miró por la ventana de cristales emplomados. Estaban cubiertos de escarcha, pero pudo ver a lo lejos los bosques y las montañas nevadas, un paisaje frío y de un azul gélido a la luz de la luna. El viento ululaba en el exterior y al anciano le pareció que traía con él sonidos de más allá de las montañas, un ruido de voces de alarma, del crepitar del fuego, gritos…

Johann notó el deseo de Elisabeth y se llenó de gozo. Era distinta de las mujeres que había conocido hasta entonces. Era un alma pura, inteligente y guapa. La amaba, amaba su sonrisa, su precioso cuerpo, la cabellera en la que se reflejaba la luz de la vela.

Se movían acompasados, con tanta naturalidad y confianza que parecía que se conocieran desde siempre.

El anciano no consiguió reprimir las lágrimas más tiempo. Lloró por lo que el destino le había deparado. La dolorosa pérdida de su mujer, a la que había amado por encima de todo. El hijo tirano que se lo había robado todo. Y el terrible pasado que había alcanzado al pueblo y le había exigido pagar su tributo.

¿Qué vida había elegido darle Dios? ¿Qué le esperaba en la vejez? Si fuera por él, ahora que Elisabeth había encontrado a alguien que se dejaría matar por ella, se sumiría en el sueño eterno.

Las lágrimas se agotaron. El anciano se secó los ojos húmedos con la mano y, pensativo, se observó la palma y las líneas negras casi imperceptibles que se extendían por ella como una telaraña.

El calor del fuego.

Hacía días que tenía la sensación de que dentro de su cuerpo ardía un fuego.

Y conocía el motivo.

Elisabeth apretó su mejilla contra la de Johann y se apretó contra su pecho, no quería que los separara nada, tenían que estar unidos para ser uno solo. Cada vez notaba más claramente que no era como la primera vez. Era mucho mejor.

Se movían cada vez más deprisa, abandonados al deseo.

El anciano se abrió la camisa para dejar el torso al descubierto.

El calor del fuego.

A la pálida luz de la luna, vio las profundas ramificaciones venosas negras, que en los últimos días se habían extendido y ahora latían serpenteando por todo su pecho…

Johann se dejó caer sobre Elisabeth, que cerró los ojos y lo estrechó con todas sus fuerzas. El pasado y el futuro cayeron en el olvido. Era uno de esos momentos que cualquiera querría atrapar y retener para que no acabaran nunca.

La luz trémula de la vela se apagó.

El anciano sabía que era uno de «ellos». Por eso el viento le traía sus voces, oscuras y tentadoras. ¿Se volvería como «ellos»? ¿Se volvería como su hijo?

Calor. Y rabia.

Una rabia que en los últimos días se gestaba cada vez con más fuerza en su interior. ¿Cuánto tardaría en dominarlo? ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que les hiciera daño a los que quería?

Las cosas no llegarían tan lejos.

Él se ocuparía de impedirlo.

IV

Un violento empujón la lanzó contra la pared de madera. Se tambaleó, aturdida. Veía borroso, pero lo reconoció:

El pelo desgreñado le caía sobre la cara, saturada de ramificaciones venosas negras. Llevaba la ropa hecha jirones y las manos llenas de sangre seca. Parecía más un demonio salido del mismísimo infierno que una persona. Pero, hombre o demonio, Jakob Karrer había regresado a buscar a su hija.

Y avanzaba lentamente hacia ella…

La joven levantó los brazos, no podía caer en sus manos, tenía que…

Elisabeth se despertó jadeando; las terroríficas imágenes que la habían asaltado como relámpagos empezaron a desvanecerse. Entonces oyó una respiración suave a su lado y vio que Johann dormía tranquilamente.

Cálmate. Sólo era una pesadilla.

No era la primera que tenía desde que emprendieron la huida, pero nunca habían sido tan vívidas. Aún creía oír las voces de sus vecinos y el crepitar de las llamas, olía la sangre y los veía, a «ellos», acercándose inexorablemente…

¡Basta! Todo eso había acabado y ahora tocaba mirar hacia el futuro.

De repente sintió un escalofrío, en el cuarto hacía muchísimo frío. Tenía la garganta seca y decidió ir a la cocina a beber agua. Se levantó sin hacer ruido para no despertar a Johann, se echó encima una manta y salió del cuarto a hurtadillas.

El zaguán estaba a oscuras. El viento azotaba la casa y hacía crujir las vigas. Por lo demás, reinaba el silencio.

Mientras avanzaba lentamente a tientas, oyó un ruido en el piso de arriba. Se quedó quieta y escuchó con atención en medio de la oscuridad.

Ruido de arañazos y, luego, como si escarbaran.

Pensó que serían insectos y siguió avanzando. Sabía por experiencia lo que ocurría en las paredes y las vigas de las casas de labranza, sobre todo en las noches de ventisca.

De nuevo arañazos.

Elisabeth se detuvo.

¿Habría entrado un animal en la casa o, peor aún, una persona? Recordó la cara de comadreja del campesino miserable al que Johann había expulsado hacia el bosque. ¿Habría vuelto a vengarse?

El ruido cesó de nuevo.

Elisabeth se quedó quieta un momento y continuó avanzando. Serían alucinaciones provocadas por la pesadilla, no era de extrañar que…

Un golpe. Fuerte y claro.

Elisabeth se quedó otra vez inmóvil. Arriba sólo estaba el abuelo, no había nadie más. Pensó febrilmente. ¿Tal vez le había ocurrido algo? En los últimos días no parecía encontrarse muy bien. ¿Y si había sufrido un acceso repentino de fiebre y se había caído? De pronto se imaginó al anciano tendido en el suelo frío, incapaz de gritar pidiendo ayuda, esperando…

La joven atravesó corriendo la cocina y subió a toda prisa las escaleras.

Apenas pudo ver al anciano en el cuarto oscuro, pero distinguió su silueta en la cama y oyó su respiración, inquieta y pesada. Volvió a cerrar la puerta con alivio.

El pasillo estaba a oscuras. Todas las puertas estaban cerradas, salvo la última, la más próxima a la escalera, que sólo estaba entornada. Elisabeth recordaba muy bien que la había visto cerrada cuando había subido a arreglar el cuarto del abuelo.

¿La habrá abierto el viento?

Escuchó atentamente. Un ruido le llegó a modo de respuesta en la oscuridad, era como si removieran cosas.

Se acercó lentamente a la puerta. El corazón le latía con muchísima fuerza y Elisabeth apenas se atrevía a respirar. Sólo le faltaban tres pasos, dos… Llegó a la puerta.

Respiró hondo, la abrió con cautela y asomó la cabeza dentro.

En la pared de enfrente había una pequeña ventana. La luz de la luna entraba por ella y proyectaba una cruz gigantesca en el suelo.

Y había algo en la cruz… Elisabeth aguzó la vista y se quedó helada.

En ese preciso instante, una mano se posó en su hombro por la espalda.

V

Lo tenía delante. El pelo desgreñado le caía sobre la cara, saturada de ramificaciones venosas negras…

—¡Elisabeth!

La joven gritó y se apartó de él. Llevaba la ropa hecha jirones y las manos llenas de sangre seca.

—Tranquila, ¡soy yo!

Elisabeth recuperó la lucidez. Vio que era Johann y no su…

—¿Johann? —balbuceó—. Me has asustado.

El hombre la estrechó en sus brazos.

—Perdóname. Me he despertado y, al no verte, me he preocupado.

—Me ha parecido oír ruidos y…

—No deberías andar sola por esta casa. Y menos aún de noche.

Elisabeth se separó de él.

—¿Qué le pasa a este lugar? ¿Y qué es eso? —preguntó, señalando el suelo.

Johann vio que la habitación estaba llena de zapatos de todas las tallas, también había morrales, abrigos y objetos personales, como pipas y bastones, incluso algún que otro juguete.

Eran las pertenencias de las víctimas del campesino.

A pesar de que sabía perfectamente lo que había ocurrido en aquella granja solitaria, a pesar de que había visto la fosa en el bosque y también el sótano de la casa, aquella imagen le partió el corazón. Las prendas de ropa y los zapatos se difuminaron ante sus ojos y de pronto le pareció que lo que veía en el suelo eran los cadáveres de la fosa, acusadores y mudos, a la pálida luz de la luna, a la sombra de la cruz…

Algo se movió de repente detrás de aquel montón de objetos.

Johann sacó rápidamente el puñal y se puso delante de Elisabeth. Le indicó con un gesto que no hiciera ruido y avanzó lentamente. En la habitación hacía un frío glacial, pero la mano que empuñaba el cuchillo no temblaba. Dos pasos, uno…

Vitus levantó la cabeza entre los zapatos y lo miró jadeando.

Se habría colado de noche en el cuarto y había removido los objetos. Johann guardó el puñal.

—Ven aquí, Vitus —lo llamó con determinación.

El perro gruñó, pero obedeció. Se restregó gimiendo contra las piernas de Johann y soltó lo que llevaba en la boca. Elisabeth lo recogió.

Era una bota pequeñita de niño, salpicada de manchas de color rojo oscuro.

La joven se horrorizó, tiró la botita y se aferró al brazo de Johann.

—¿Qué ha pasado aquí? Dime la verdad.

Johann pensó un momento, pero no había ningún motivo para seguir ocultándole la verdad.

—El campesino que me robó…

—¿Sí?

—Yo no fui el único. Llevaba mucho tiempo robando… y matando gente. En el bosque hay una fosa llena de cadáveres.

Elisabeth lo miró, horrorizada.

—¿Y has dejado que ese monstruo se marchara?

—Ya lo juzgará Dios, o el demonio. Además, no llegará muy lejos. Va descalzo y sin comida. Con esta nieve, no le doy más de dos días. Luego tendrá que responder ante un ente superior.

Elisabeth reflexionó un instante y luego lo miró fijamente a los ojos.

—Hiciste bien en no matarlo. Pero no tenías derecho a ocultarme lo que ocurría en esta casa.

Johann pensó en el sótano, en los arañazos de la pared.

—Perdóname.

—Sólo si nos vamos mañana temprano —Elisabeth miró las prendas de ropa y la botita.— No pienso quedarme aquí más tiempo.

—Tenemos que quedarnos. El invierno…

—Lo conseguiremos. Con el trineo y los comestibles que hay en esta casa, nos las arreglaremos— dijo, y apretó los labios con determinación.

Johann vio que era inútil discutir. Y quizá Elisabeth tenía razón… Él no era supersticioso, pero también notaba la maldad que rezumaba aquel lugar. Aquella casa parecía exhalar por todos sus poros el eco de los terribles crímenes que se habían cometido en ella.

—De acuerdo. Nos iremos mañana temprano.

Vitus mostró su conformidad ladrando.

VI

La mañana los saludó con un cielo claro. El sol hacía que los prados nevados brillaran como esmeraldas.

Cargaron en el trineo sus escasas pertenencias y las provisiones, y Johann enganchó el buey. Elisabeth ayudó a su abuelo a subir al trineo y extendió una manta sobre los dos.

Johann ocupó su sitio.

—¿No nos dejamos nada?

—No, está todo. No había mucho que cargar —murmuró el anciano con voz cansada.

Elisabeth lo miró con preocupación.

Johann hizo chasquear las riendas, el buey empezó a tirar y pronto dejaron atrás la granja.

Se sorprendió al comprobar que avanzaban a buen paso. Al principio siguieron un riachuelo que estaba helado en su mayor parte. Esa noche había nevado poco y la nieve dura ofrecía un terreno firme. El camino se encontraba sepultado bajo la nieve, por lo que Johann se orientaba por el sol y el musgo que crecía en los árboles.

El bosque se hizo cada vez más denso y se ralentizó la marcha. De vez en cuando se permitían un descanso, para el buey y para ellos mismos, pero muy breve, porque de las escarpadas montañas bajaba un viento gélido que se les metía hasta los huesos.

Cuando el viento dejaba de soplar unos instantes, el paisaje se quedaba en silencio, amortiguado por la nieve. No se veía ni se oía a ningún animal. Ni siquiera cuervos atravesando el cielo mortecino.

Pasaban las horas y los tres se acomodaron al silencio. Apenas hablaban, estaban entumecidos por el frío, que los envolvía por todas partes. Incluso Vitus trotaba lentamente al lado del trineo. Sus tiernos ojos marrones miraban más allá de los árboles tupidos y los matorrales helados.

Johann tiró de las riendas y el buey se detuvo.

Elisabeth, que se había adormecido a pesar del frío, abrió los ojos. Vio que estaban junto a un gran campo nevado. Era la hora del crepúsculo, y los últimos rayos débiles del sol hibernal caían sobre el campo y los árboles oscuros que se alzaban en sus límites.

—¿Por qué paramos? —preguntó.

Johann saltó del trineo.

—Ahora vuelvo.

Se adentró rápidamente en el campo nevado. Vitus gimió y se agazapó en la nieve.

El anciano se inclinó hacia Elisabeth.

—¿Puedes distinguir lo que hay en el campo?

Elisabeth negó con un gesto de la cabeza, lo único que veía era que Johann se dirigía con paso firme hacia un punto oscuro. Y que avanzaba con la mano pegada a la cadera derecha.

Donde llevaba el puñal.

Aquel escenario le trajo a Johann a la memoria una situación que había vivido no hacía mucho tiempo. Albin y él habían salido a buscar una vaca desaparecida y…

Albin…

Johann apretó los labios inconscientemente al recordar lo que «ellos» le hicieron en los bosques brumosos, antes de que los soldados y los vecinos del pueblo asaltaran el monasterio.

Recordó lo que había ocurrido luego, cuando «ellos» atacaron el pueblo y a sus habitantes.

Concéntrate en el presente.

Su voz interior. Inquebrantable y sincera. Johann la obedeció, como tantas otras veces, y recorrió con determinación los últimos pasos que lo separaban de la figura retorcida que yacía en la nieve.

Al reconocer lo que era, apartó la vista automáticamente, hacia las montañas y los bosques oscuros. Tragó saliva y volvió a mirar al suelo.

En la nieve, en medio de un charco de sangre congelada, yacía un hombre o, mejor dicho, lo que quedaba de él. De sus huesos colgaban jirones de ropa y carne desgarrada. Tenía la cara llena de mordeduras y desencajada por la agonía. Uno de los brazos devorados estaba extendido, suplicando en el último momento una ayuda que no había llegado.

Johann respiró hondo y examinó más de cerca el cadáver. Se llevó una sorpresa y pronto sonrió adustamente. Había reconocido los restos del pantalón y de la camisa, y también había visto que no llevaba calcetines ni zapatos.

Dios había dictado sentencia contra el campesino.

Entonces vio las huellas que había junto al cadáver. Las examinó de cerca y palideció al comprender quién había ejecutado la sentencia.

Se dio la vuelta rápidamente. La puesta de sol sumergía el paisaje en una luz rojiza que lo deslumbró levemente.

Vio el trineo, vio a Elisabeth y al abuelo.

Y la manada de lobos que salía del bosque y avanzaba cautelosamente hacia ellos.

Gritó y echó a correr, pero supo que era demasiado tarde.

Elisabeth no entendió lo que pasaba. Hacía un momento, Johann estaba tranquilo y, ahora, corría hacia ellos gritando y gesticulando por el campo nevado.

De pronto oyó gruñir a Vitus, se volvió… y se quedó petrificada.

La manada de lobos estaba a muy poca distancia del trineo. El jefe de la manada, un enorme ejemplar gris, saltó hacia ella. De sus labios salió un chillido y enseguida notó que la tiraban y la aplastaban contra el suelo del trineo.

—¡Quédate debajo de mí! —gritó el abuelo, que se puso sobre ella para protegerla de las fieras.

Al cabo de un instante, el jefe de la manada dio un salto y arrancó del trineo al anciano como si fuera un muñeco.

Elisabeth se levantó despavorida y vio a su abuelo tendido junto al trineo, temblando brutalmente y con el lobo a punto de hincarle los dientes en la garganta.

—¡Corre! —chilló el anciano, y su voz se rompió entre gorgoteos cuando el lobo le mordió el cuello.

Elisabeth vio que otro lobo corría hacia ella y saltaba echando espumarajos por la boca. Levantó instintivamente el brazo y entonces oyó un ladrido… Era Vitus, que interceptó al lobo en pleno salto. Los dos animales se revolcaron por la nieve, gruñendo, mordiéndose y echando espumarajos.

El lobo quedó pronto en desventaja; sangraba y se lamía una pata. Vitus se plantó ante él con el pelo del lomo erizado y enseñando los dientes. Pero dos lobos se abalanzaron de repente sobre él y lo derribaron. El perro desapareció gimiendo lastimosamente entre los depredadores.

Y enmudeció.

El horror que la rodeaba paralizó a Elisabeth. Los lobos se lanzaron entonces contra el buey, que se encabritó resollando y volcó el trineo. Elisabeth salió despedida y cayó en la nieve. Aturdida, oyó que el buey bramaba de dolor mientras lo despezaban.

De repente, la agarraron y la levantaron.

—¡Tenemos que irnos! —gritó Johann, y se la llevó con él.

Elisabeth oyó los gruñidos de las fieras a su espalda, todavía se sentía aturdida, como si estuviera ebria. Johann la sujetaba y la alejaba del trineo.

De pronto, la joven tropezó y se cayó. Se dio la vuelta y vio que los lobos soltaban al buey y corrían hacia ellos, con el jefe de la manada en cabeza. Al cabo de unos instantes, los depredadores se abalanzaron contra ellos, abriendo vorazmente sus ojos amarillos y con el morro manchado de sangre.

Johann se puso delante de Elisabeth, con el puñal en la mano y viendo venir el final.

Los lobos estaban a pocos pies de distancia. A Johann le latía el corazón con fuerza, miró a Elisabeth y forzó una sonrisa.

—Te quiero.

—Yo también te quiero, Johann —contestó ella, y le estrechó sin fuerza la mano.

El jefe de la manada pareció sonreír al saltar hacia ellos.

A Elisabeth le dio la impresión de que el tiempo se detenía de repente. Vio a las fieras…

Perdona nuestros pecados, oh, Dios.

…. vio al jefe de la manada…

Y acógenos en Tu seno.

… vio a Johann empuñando con determinación el puñal…

Te doy las gracias por los pocos momentos que he pasado con este hombre.

… y cerró los ojos.

Amén.

VII

El disparo provocó un estallido ensordecedor.

Elisabeth abrió los ojos, sorprendida. El jefe de la manada yacía muerto en la nieve, de su piel brotaba sangre caliente. Los demás lobos dieron media vuelta y retrocedieron aullando hacia el bosque.

—Johann, ¿qué…?

Johann señaló detrás de ella.

—Por lo visto, el de arriba aún tiene planes para nosotros.

Dos hombres se acercaban por el campo cubierto de nieve. Uno de ellos sostenía un fusil de avancarga humeante en la mano.

El hombre del fusil se detuvo al llegar delante de Johann y Elisabeth. Era alto, más aún que Johann, y sus ojos grises les dirigían una mirada penetrante y aguda. Su acompañante se quedó a un lado, con la cabeza agachada. Los dos llevaban esclavina de cuero y sombrero de ala ancha.

—No hay que moverse a campo abierto, es mejor ampararse en los márgenes del bosque —dijo el hombre alto, mirando adustamente a Johann.

—Lo sé, por supuesto.

Johann se secó el sudor de la frente, se sentía a disgusto, como si lo hubieran sorprendido con las manos en la masa.

¿Has olvidado todo lo que aprendiste?

—Os doy las gracias por habernos salvado…, hermano —añadió.

El hombre no dijo nada. Se quitó el sombrero y le vieron la tonsura. Su mirada se posó en el trineo.

—¿Viajáis solos?

Elisabeth se estremeció en el acto.

—¡El abuelo!

Se levantó de un brinco y volvió corriendo al trineo.

—¡Espera!

Johann iba a seguirla, pero el monje lo retuvo.

—Despacio, hijo mío. Aún no has contestado a mi pregunta.

Elisabeth se arrodilló temblando junto al cuerpo inerte del anciano. El lobo lo había mordido en la garganta, pero luego lo había soltado para abalanzarse contra ella y Johann. Notó que la embargaba un dolor indescriptible; otra vez había llegado demasiado tarde, otra vez lo había dejado en la estacada.

El anciano se crispó y la agarró del cuello con una mano ensangrentada. Sus uñas se clavaron en la piel de Elisabeth, que lanzó un grito de sorpresa y de dolor.

—Jakob —dijo el anciano jadeando—. Te mataré…

Elisabeth se defendió.

—Abuelo, no, por favor. Soy yo…

El hombre pareció reconocerla. La soltó y su semblante desfigurado por el odio se dulcificó.

—Cariño, tú…

Se quedó quieto y se desplomó, con los ojos vidriosos y apagados.

Elisabeth se tocó el cuello y se echó a llorar. Oyó pasos y notó la mano de Johann, que la ayudó a ponerse en pie con cuidado. Lo abrazó sollozando y él la estrechó en silencio.

Entretanto, se había hecho de noche. El monje le hizo una señal a su acompañante, que fue al bosque en busca de leña. Luego se agachó junto al cuerpo del anciano y le cerró los ojos.

—Descansa en paz.

Dejó el fusil en el trineo, abrió su morral y sacó un frasquito. Se mojó un poco los dedos con el líquido incoloro que contenía y después hizo la señal de la cruz en la frente del anciano. Se arrodilló al lado del cadáver y rezó una oración en silencio.

Elisabeth paró de llorar. El cuello le ardía y notaba cómo le latía, pero hizo caso omiso del dolor. Juntó las manos en actitud de oración y le dijo al monje:

—Gracias, padre, por acompañarlo a su último hogar.

El monje la miró y una sonrisa fugaz se perfiló en su semblante.

El otro hombre volvió con leña y ramas secas, las apiló debajo de un gran árbol que se alzaba en el límite del campo nevado y preparó una hoguera con mano experta. Al cabo de unos instantes, el fuego se avivaba al viento. Encendió una antorcha y volvió al trineo.

El monje terminó su oración y se dispuso a levantarse, pero se quedó parado y volvió a inclinarse sobre el cadáver. El lobo le había arrancado un trozo de ropa y el religioso le abrió un poco el abrigo y la camisa para descubrirle el pecho.

Johann y Elisabeth se horrorizaron al ver a la luz de la antorcha las venas negras que se ramificaban debajo de la piel por todo su pecho.

—¡Oh, no! —murmuró Elisabeth, y se tocó inconscientemente el arañazo del cuello—. Dios mío, tenía…

—¿Quién sois? —preguntó el monje con frialdad.

Johann y Elisabeth levantaron los ojos. El religioso los apuntaba con el fusil.

—Os lo ruego, hermano —dijo Johann con voz tranquila—. No somos vuestros enemigos.

—No lo preguntaré otra vez.

—Tenéis un buen fusil. No es muy habitual verlo en manos de un hombre de Dios, aunque he visto cosas más extrañas. Pero no recuerdo que lo hayáis recargado.

El monje se quedó pensativo un momento y luego bajó el arma.

—De acuerdo —dijo, y volvió a dejar el fusil en el trineo—. Hablemos con franqueza. Me llamo Konstantin von Freising y pertenezco a la orden de la Compañía de Jesús. Y él —dijo, señalando a su acompañante, que mantenía una postura sumisa junto al trineo— es Basilius, mi novicio. No os extrañe que no hable, ha hecho voto de silencio.

—Yo me llamo Johann y ella es Elisabeth Karrer. Venimos de…

—Sé de dónde venís —lo interrumpió el monje, señalando el pecho del anciano—. No es la primera vez que lo veo. ¿Qué ha ocurrido en las montañas?

Elisabeth lo miró atónita. No podía creer que alguien tuviera noticia de «ellos» fuera del pueblo.

Von Freising asintió como si le hubiera leído el pensamiento.

—Exacto… Conozco a los proscritos.

Vio la cara pálida de Elisabeth y se fijó en cómo temblaba.

—Vamos a sentarnos junto al fuego. Comeréis algo y luego me lo contaréis todo.

Cuando Johann acabó de hablar, el monje tenía la mirada clavada en el suelo.

—Todos muertos, el pueblo entero… No queríamos que eso ocurriera.

—¿Queríamos? —preguntó Johann.

El monje no contestó.

—«Ellos» no tuvieron la culpa —le dijo Elisabeth—. «Ellos» sólo querían vivir en paz y tener suficiente comida. Fueron los capitostes del pueblo los que los provocaron, sobre todo mi padre. —Tragó saliva.— Siempre mi padre —añadió con amargura—. A veces creo que tenía el demonio dentro.

La joven apoyó la cabeza en el regazo de Johann. El cuello le latía cada vez más fuerte, pero se guardó de hablarle a nadie de la herida y se la tapó con el pelo y subiéndose el cuello del abrigo.

—Déjalo, Elisabeth —dijo Johann—, no hace falta un demonio para que el mal campe a sus anchas.

—Y eso nos lleva a ti —dijo el monje arqueando una ceja—. Me has contado una buena historia, pero no has hablado de ti. Está claro que no eres del pueblo. ¿De dónde has salido?

—Ya lo he dicho, soy herrero y…

—Para ser un herrero, luchaste y lograste mucho en las montañas. Más que una tropa de soldados expertos.

—Se aprende mucho recorriendo mundo.

—En cualquier caso, no has aprendido a mentir —replicó el monje, escrutándolo con la mirada.

—No miento, aunque puede que no lo haya contado todo —contestó Johann—. Igual que vos. ¿Qué hacéis aquí? ¿Y cómo es que conocéis la existencia de los proscritos y del pueblo?

El religioso titubeó un instante.

—Kajetan Bichter, el párroco del pueblo, estaba en contacto con nosotros. Me refiero a la Compañía de Jesús. Tengo la misión de hacer una visita de inspección al monasterio cada cinco años. —Miró a Basilius, que estaba sentado junto al fuego, inmóvil y en silencio—. No puedo decir nada más y no tenéis que saber nada más.

—¿Os habéis hospedado alguna vez en casa de un campesino, en una granja que está a un día de camino de aquí? —preguntó Johann.

El monje asintió.

—Es una hiena, pero tiene el único hospedaje que hay en leguas a la redonda.

—Ya no. Vuestro anfitrión yace en ese campo, los lobos le han tomado el gusto.

Von Freising volvió la cabeza hacia el campo nevado, pero era demasiado oscuro para distinguir nada.

—¿Por qué? ¿Qué hacía tan lejos de su granja?

—Era un asesino. Y parece que, por una vez, Dios ha hecho justicia.

—No seas sacrílego —le ordenó secamente el monje.

—Dios ya está acostumbrado —replicó Johann, y bebió un trago de agua—. ¿Qué pensáis hacer ahora?

—Después de lo que me has contado, volveré a Viena para presentar el informe. ¿Y vosotros?

Johann miró a Elisabeth, que dormía inquieta.

—Sólo queremos irnos del Tirol.

El monje se echó a reír.

—Tú estás de broma. ¿No sabes lo que ha ocurrido últimamente?

Johann no dijo nada. Von Freising echó una rama al fuego.

—Es lo de siempre —prosiguió el religioso—, los seres humanos son fieras que se devoran mutuamente. Es cierto que ya no hay soldados bávaros en el Tirol, pero todos están pendientes de las próximas batallas. Las tropas imperiales continúan luchando en el sur contra los franceses. En el norte, el príncipe Eugenio y el duque de Marlborough se preparan para combatir a los bávaros y a sus aliados. Y, evidentemente, los suizos han cerrado las fronteras.

Elisabeth gimió en sueños como si le doliera algo. Johann le acarició la frente.

—Encontraremos la manera —dijo con voz queda.

—Voy a hacerte una propuesta. —El monje se inclinó hacia él.— Conozco mucho al abad de nuestro monasterio en Innsbruck. Si queréis, podéis instalaros allí. Y os podréis quedar hasta que vuelvan a abrir las fronteras.

Johann lo miró fijamente.

—Sois muy amable. ¿Puedo preguntar por qué?

Von Freising se encogió de hombros.

—Yo también he recorrido mundo. Creo que conozco bien a las personas y sé juzgar a quién vale la pena ayudar.

—Os lo agradezco. Aceptamos el ofrecimiento.

—Bien —dijo satisfecho el monje—. Y ahora será mejor que durmamos un poco. Tenemos que irnos al amanecer. No quiero que nos sorprenda una ventisca.

Johann asintió.

—Yo haré la primera guardia.

El religioso se envolvió en una manta basta, con el fusil cargado al lado. Basilius también se tumbó cerca del fuego.

Johann los observó. Von Freising no era el único capaz de reconocer a un mentiroso. Johann también era bueno en eso y sabía que el monje no decía la verdad. Planeaba algo, seguro, aunque ahora eso no importaba… Siendo cuatro tenían más posibilidades de llegar sanos y salvos al valle. Y una vez allí, se separarían. No le gustaba la idea de alojarse en un monasterio en Innsbruck. Además, después de los acontecimientos de las últimas semanas, tenía cubierto el cupo de monasterios y catacumbas para toda la vida.

En el cielo aparecieron unas nubes que taparon la luna. El fuego crepitaba y se oía aullar a los lobos en la lejanía. Elisabeth respiraba inquieta. Johann la arropó y le estrechó la mano. La joven pronto volvió a respirar de manera regular.

Johann notó que lo embargaba la pena al pensar en el anciano que acababa de dejarlos. Aquel hombre lo acogió en su casa y él ya no podría pagarle la deuda.

Descansa en paz.

Elisabeth tosió y murmuró palabras inconexas. Johann le apretó la mano para tranquilizarla.

Lo conseguiremos, Elisabeth. Te lo prometí y cumpliré mi promesa.

A cualquier precio.

VIII

—Que Dios acoja esta alma en Su seno…

Estaban junto a dos montones de piedras que habían apilado rápidamente, uno al lado de otro, como compañeros de viaje. Vitus había compartido la vida durante más de dos décadas con su amo y Elisabeth consideró que debían permanecer juntos también en la muerte.

Las piedras protegerían sus cuerpos de las fieras. No podían enterrarlos porque el suelo estaba helado. Las improvisadas cruces de madera que se alzaban entre las piedras al menos les daban aspecto de tumbas.

Era muy temprano, pero el cielo ya estaba claro y no hacía tanto frío como en los últimos días. Un insólito viento cálido soplaba con fuerza desde la cordillera. Johann miró inquieto las abruptas laderas nevadas que los rodeaban. Había oído hablar de los pérfidos vientos de las montañas, sabía que se levantaban repentinamente y derretían la nieve. Tenían que darse prisa si querían llegar sanos y salvos al siguiente valle…

—Amén.

Von Freising concluyó la breve ceremonia y se volvió hacia Johann y Elisabeth.

—¿Queréis decir unas palabras?

Elisabeth asintió.