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Bastian Zach

Matthias Bauer

Morbus Dei: Bajo el signo de Aries

Novela

 

Traducción de Lidia Álvarez Grifoll

Contenido

 

Cover

Título

Pie di imprenta

Prólogo

Persecutio

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

Morbus

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

XXXVI

XXXVII

XXXVIII

XXXIX

XL

XLI

XLII

XLIII

XLIV

XLV

XLVI

XLVII

XLVIII

XLIX

L

LI

LII

LVIII

LIV

LV

LVI

Aries

LVII

LVIII

LIX

LX

LXI

LXII

LXIII

LXIV

LXV

LXVI

LXVII

LXVIII

LXIX

LXX

LXXI

LXXII

LXXIII

LXXIV

LXXV

LXXVI

LXXVII

LXXVIII

LXXIX

LXXX

LXXXI

LXXXII

LXXXIII

LXXXIV

LXXXV

LXXXVI

Epílogo

Autores

Trilogía

 

 

 

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ISBN 978-3-7099-3712-9

Imagen de la cubierta: www.istockphoto.com

 

 

Bastian Zach: A mi madre. Y a Sabine

Matthias Bauer: A mi familia

Prólogo

… una dosis de hierba angélica, dos de ruda, una de polvo de sapo, cuatro de miel y dos de pimpinela.

Moler todos los ingredientes y mezclar con cuidado hasta obtener una pasta espesa. Dejar secar durante tres días y tres noches.

El viejo abad dejó la pluma a un lado y sopló para secar la tinta. Contempló satisfecho el texto que había escrito. De repente, un crujido lo sobresaltó.

Paralizado, escuchó unos segundos con atención; nada. «Habrá crujido una viga», pensó el abad, al tiempo que sonreía.

En la chimenea crepitaban un par de leños, mientras la única vela que ardía en la tenebrosa biblioteca estaba a punto de consumirse. A la trémula luz de la llama, el abad comparó meticulosamente una última vez el texto que había escrito con el original, sabedor de que la falta de un solo ingrediente podía tener consecuencias impredecibles.

Todo estaba en orden. El abad respiró profundamente. La tensión que lo dominaba desde hacía tiempo había desaparecido.

Se pasó la mano por la barba blanca de tres días. ¿Acaso el día anterior no era todavía castaña? ¿O hacía una década de eso? Se miró las manos huesudas, plagadas de manchas típicas de la vejez.

Tempus fugit.

El viejo abad dobló el escrito y lo guardó en la pequeña bolsa de cuero que le colgaba del cinturón.

De pronto, la pesada puerta de madera se abrió de golpe y tres hombres vestidos con el hábito de los dominicos entraron en la biblioteca y le dirigieron una mirada severa.

—Ya habéis tenido tiempo de sobra para buscarlo —le espetó uno de los hombres.

—Y lo he encontrado. —El abad tomó las hojas sueltas de la mesa y se las mostró. El corazón le latía con fuerza.

Uno de los dominicos se las arrebató de las manos y las hojeó.

—¿Esto es todo? —le preguntó uno de los hermanos que estaba a su espalda.

El dominico asintió con la cabeza. Se acercó con paso rápido a la chimenea y arrojó las hojas sobre las ascuas. Las llamas engulleron de inmediato el papel, que se dobló con el calor y al poco se convirtió en cenizas.

Una ráfaga de viento levantó las partículas blancas, las hizo bailar en círculos en el aire y finalmente las aspiró por el tiro de la chimenea.

«Perdidas para siempre —pensó el viejo abad—. A ese extremo se había llegado».

Sin decir una palabra más, los dominicos salieron de la biblioteca. El abad los siguió con la mirada hasta que desaparecieron en la oscuridad del corredor. Pensativo, acarició la bolsa de cuero.

Los dominicos seguramente creían que actuaban por el bien general de la humanidad y por el de la Iglesia en particular.

Igual que yo.

Unos pasos apresurados le hicieron levantar la cabeza. Un novicio llegó corriendo por el pasillo y se detuvo en el umbral de la puerta con los ojos inundados de lágrimas.

—El hermano Martin se nos va —dijo, jadeando—. Venid, por favor, abad Bernardin. Ha pedido que vayáis a verlo.

Persecutio

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Viena,

anno Dómini de 1704

 

I

La tormenta que hasta poco antes del amanecer había azotado la ciudad imperial como si quisiera destruirla se había disipado y había dejado el cielo sin una sola nube. Ahora soplaba un viento suave de principios de verano. El sol calentaba y secaba los charcos de agua y lodo.

Después del receso del mediodía, los campesinos habían vuelto al trabajo, y casi nadie prestaba atención a la delgada nube de humo que se alzaba al norte por encima de las colinas.

El día anterior había sido un espectáculo: así denominaron unos cuantos la destrucción de la capital del reino devorada por las llamas. Y no sin alegrarse por el mal ajeno, puesto que por fin sabrían los ricachones de la ciudad lo que significaba perderlo todo, como les había ocurrido a los campesinos después del último asedio turco.

Sin embargo, hacia el atardecer, cuando ya se extinguía el resplandor del fuego, todos comprendieron que Viena seguiría en pie.

De modo que los labradores regresaron a sus labores para ganarse el sustento y no mostraron interés por el convoy de carros que avanzaba a trompicones por la carretera, escoltado por una docena de hombres a caballo. Las armas que llevaban, su actitud fiera y el hecho de que fueran sin uniforme no dejaban lugar a dudas sobre su identidad. Eran mercenarios.

Encabezaba la caravana un coche de caballos negro con las cortinillas cerradas, seguido por dos carromatos con ruedas anchas y guarnecidas de hierro, y cubiertos con toldos de cuero. El último vehículo era un carromato de provisiones. Los escoltas, al frente y a la cola de la comitiva, vigilaban con mirada adusta, preparados para eliminar cualquier obstáculo que perturbara el viaje.

El rítmico balanceo de los coches de caballos siempre le había resultado desagradable a François Antoine Gamelin, enviado especial y mariscal de campo del ejército francés, ya que, en su opinión, aislaba a sus ocupantes de la realidad. Detestaba viajar como un noble pusilánime, prefería notar la dureza del sillín entre las piernas y el viento fresco en la cara, pero las circunstancias del momento no se lo permitían.

Descorrió un poco las cortinillas para echar un vistazo fuera, contempló los prados verdes y se enfadó por estar enfadado. Verdaderamente, no tenía ninguna razón para ello, puesto que aquella mañana había conseguido dar un golpe de efecto por el que lo admiraría todo el generalato. Se había adueñado de un material decisivo para la guerra y ahora lo transportaba en los dos carros que lo seguían. Un material que había sacado clandestinamente de Viena.

Complacido, se retorció las puntas del bigote y volvió los ojos al interior del carruaje. Frente a él se sentaba una parte de aquel material: una mujer hundida en el lujoso tapizado, con la cabeza gacha y el vestido desgarrado. Los cabellos oscuros le caían despeinados sobre la cara pálida y llena de pecas. En la mejilla izquierda tenía una mancha roja que empezaba a teñirse de azul.

Gamelin la había capturado en el último instante. Era la clave de lo que había ocurrido en Viena, la chispa que había provocado un verdadero incendio, y ahora él, Gamelin, era el guardián de la chispa. Incluso había conseguido que le dijera dónde se encontraba el pueblo en el que comenzó todo. Esa información le aseguraba el éxito en caso de que su preciada carga sufriera algún contratiempo.

En cuanto la joven le contó lo que quería saber, se convirtió en una simple cautiva, como los demás ocupantes de los carromatos. Y a ellos debía unirse.

Gamelin sacó la mano por la ventanilla y ordenó con un ligero movimiento de la mano que se detuviera el carruaje. Dos mercenarios se acercaron a toda prisa y abrieron la puerta.

—Permitidme que me despida de vos y os agradezca el favor, mi querida Elisabeth —dijo Gamelin con acento francés.

Luego les hizo una señal a los mercenarios, que agarraron a la joven y la sacaron de malas maneras del carruaje.

La muchacha no se resistió, soportó estoicamente la rudeza de los hombres y avanzó a trompicones por el camino cubierto de lodo hasta la parte trasera del vehículo que iba detrás del carruaje. Seguía con la mente en blanco, incapaz de comprender lo que le había ocurrido. Lo que les había ocurrido a todos.

Johann

Los soldados retiraron el toldo, abrieron la pesada reja y esperaron a que Elisabeth subiera a la jaula.

Dentro se arracimaban decenas de personas. Se llevaron las manos a los ojos para protegerse de la deslumbrante luz del día. Un instante después, la reja se cerraba de nuevo y volvían a cubrirla con el toldo.

Poco a poco, los ojos de Elisabeth se acostumbraron a la oscuridad y empezó a distinguir las siluetas de los hombres, mujeres y niños que llenaban la jaula.

El convoy volvió a ponerse en marcha con una brusca sacudida. Los cuerpos, con la piel cubierta de ramificaciones negras, se apretujaban unos contra otros.

Johann, ¡ayúdame!

El Danubio discurría tranquilo y constante, y el sol del mediodía provocaba destellos en sus aguas. No se veía ningún barco grande, sólo una gabarra cargada hasta los bordes, que se abría camino hacia el este.

El conde Von Binden, el propietario de la barcaza, observaba con preocupación al hombre que yacía inconsciente en la estructura que se alzaba en medio, similar a una casa. Heinz Wilhelm Kramer, al que sus amigos llamaban «el prusiano», tenía una herida grave de bala, que le habían causado unas horas antes.

La sangre empapaba el grueso vendaje que le rodeaba el muslo, pero nadie quería cambiárselo por miedo a disminuir la presión sobre la herida.

Johann List, que también observaba a su compañero herido, se pasó la mano por la cara, al tiempo que intentaba poner en orden sus pensamientos.

—Dentro de unas horas llegaremos a Presburgo —dijo Von Binden.

—Quizá sea demasiado tarde, está perdiendo mucha sangre. Tenemos que llevarlo a un médico cuanto antes.

Von Binden suspiró.

—De acuerdo, correremos el riesgo, la localidad de Deutsch-Altenburg no queda muy lejos. Habría preferido alejarme más de Viena, pero probablemente tengas razón. Y también sé a quién podemos acudir.

El conde Von Binden se dirigió a popa, a hablar con el timonel.

Johann respiró hondo y miró a su alrededor. Sentado en el suelo delante de él estaba Markus Fischart, un hombre alto y fuerte como un oso, y con una expresión ingenua de niño en la cara. Desde que Johann había subido a bordo, Markus se había limitado a masticar una corteza de tocino sin decir una palabra.

Más allá estaban Hans y Karl, también sentados en el suelo y contemplando en silencio las aguas del Danubio. Apenas habían dicho nada desde que embarcaron para salvar su propia vida y la del prusiano. Con ello habían dejado atrás no sólo sus puestos en el cuerpo de alguaciles de Viena, sino también todas sus posesiones y su hogar.

Victoria Annabelle, la hija de corta edad del conde, dormía acurrucada entre unas cajas. Johann supuso que no era consciente de la verdadera magnitud de la huida. Apartó la mirada de la niña y la posó en el río, en cuya superficie se reflejaban los rayos de sol. Pestañeó y cerró los ojos.

Elisabeth…

Pensó en su cara angelical y en la primera vez que la vio, en el pueblo, cuando él yacía con fiebre y ella lo cuidó hasta sanarlo. En su risa en los breves momentos de felicidad. En su entrega cuando se amaban. En su firmeza cuando el prusiano y él ya se habían dado por vencidos.

Y también recordó cómo los soldados se la llevaban a rastras de la orilla. De eso hacía unos instantes, ¿o habían pasado horas? Volvió a invadirlo la misma sensación de impotencia que lo embargó al verla en manos de los soldados, y luego sintió una rabia ciega. Si hubiera podido, habría saltado de la barca y habría cruzado a nado el Danubio para asaltar él solo la ciudad de Viena y estrechar de nuevo a Elisabeth entre sus brazos.

Johann suspiró y se sentó al lado del prusiano. Se aferró a su brazo y cerró los ojos.

¿Cómo había llegado la situación hasta ese extremo? ¿Cómo había empezado todo? ¿Tal vez con el complot que había urdido tiempo atrás con el prusiano y otros camaradas en el frente de batalla? Pero entonces no tenían otra opción, los oficiales planeaban destruir una región entera y a todos sus habitantes, había que impedirlo como fuera. Y todo habría salido bien si no se les hubiera escapado uno de los oficiales.

Von Pranckh.

Y, después del motín, una persecución encarnizada a los insurrectos, la separación de su camarada, la huida y la captura a manos de los franceses. Las torturas que el teniente general François Antoine Gamelin le infligió durante semanas.

Finalmente, una nueva huida que lo llevó a aquel solitario valle en las montañas tirolesas, donde, herido y debilitado, se encontró más cerca de la muerte que nunca. Recordó las luces en medio de la ventisca, y el pueblo. Y cómo consiguió llegar hasta allí con sus últimas fuerzas y se derrumbó en las escaleras de una casa de labriegos. También recordó que, mientras los copos de nieve lo cubrían poco a poco, la muerte le pareció un alivio, un timonel que lo conduciría a puerto seguro después de años de tempestad.

Sin embargo, en aquel momento apareció Elisabeth. Lo cuidó hasta curarlo y le dio un nuevo sentido a su vida.

Elisabeth…

Las imágenes centellearon en la mente de Johann y se desvanecieron.

La tiranía del padre de Elisabeth, el amor que empezó a sentir por ella…

Los símbolos de protección en las casas, contra la oscuridad del bosque y los que lo habitaban.

Las ruinas a la luz de la luna.

Figuras vestidas con hábitos y caras pálidas como la cera, cubiertas de venas negras, y con los dientes mellados.

El abuelo de Elisabeth, que les reveló el terrible secreto del pueblo.

La llegada de los soldados bávaros y el absurdo ataque a los proscritos.

Albin colgado entre los árboles del tupido bosque, su cadáver congelado.

Las imágenes se sucedían cada vez más deprisa en su mente, como si el viento cada vez más fuerte pasara las hojas de un libro.

El pueblo en llamas, la muerte del abuelo, los papeles falsificados en Leoben, Viena y el reencuentro con el prusiano.

Y, luego, la oscuridad.

La enfermedad de los proscritos extendiéndose por Viena, los horrores del distrito en cuarentena, la huida desesperada, la muerte de Von Pranckh y…

En los últimos días, lo habían arriesgado todo y casi lo habían perdido todo.

¿Había merecido la pena?

Josefa, la mujer del prusiano, había muerto en brazos de su marido. Johann jamás olvidaría la expresión que vio en los ojos de su amigo cuando se reunió con él, acompañado de Elisabeth, junto al banco en el que Josefa yacía inerte.

¿Había merecido la pena?

A Elisabeth la habían capturado y, según Karl, la habían metido en un carruaje negro.

Johann sintió un vacío infinito, como si el suelo se abriera debajo de sus pies, como si estuviera a punto de precipitarse en el abismo.

¿Había merecido la pena?

No.

Y sí.

II

A pesar del calor de principios de verano, las ventanas del lujoso salón del Ayuntamiento estaban cerradas a cal y canto, igual que las puertas. Jakob Daniel Tepser, el alcalde de Viena, se tiraba de los pelos, totalmente revueltos. Los miembros del Consejo Municipal y los altos dignatarios de la Iglesia, sentados también alrededor de la mesa de roble macizo, miraban en silencio hacia otro lado. Era un día negro para todos.

El alcalde respiró hondo.

—Veamos si os he entendido correctamente, teniente Kampmann. Johann List, el desertor que buscábamos, no sólo ha asesinado al padre dominico Bernardus Wehrden y a su nuncio, sino también al venerable prior de los jesuitas, el padre Albert Virgil. Asimismo, ha provocado un incendio en el distrito en cuarentena durante la evacuación y, por si eso fuera poco, ¿decís que también carga sobre su conciencia con la muerte del enviado especial Ferdinand Philipp von Pranckh?

Kampmann, que había asumido el mando de la guardia municipal tras la misteriosa muerte del teniente Schickardt, hallado muerto de un disparo en un pequeño cementerio a las puertas de Viena, asintió con abatimiento.

—¿Y luego se ha escapado a bordo de no se sabe qué barco de un maldito protestante?

El teniente miró en silencio al alcalde, que estaba rojo de ira y dio un manotazo en la mesa.

—¡Debería degradaros a limpiabotas por vuestra ineptitud!

—Con vuestro permiso —replicó Kampmann con voz queda—, debo decir que la misión encomendada a la guardia municipal ha sido llevada a cabo con éxito. Hemos evacuado el distrito en cuarentena y hemos eliminado a los infectados. Cuando nos enteramos de que el desertor había huido, ya era demasiado tarde. Ni siquiera Dios podría…

—Una palabra más, teniente, y os juro… —masculló el alcalde, y luego miró uno por uno a los presentes.

Daba la impresión de que al teniente no le interesaba aquel asunto, y eso no hacía más que aumentar la furia de Tepser. El alcalde pensó que se ocuparía de él más tarde. Y con razón, puesto que había llegado a sus oídos que tres hombres del cuerpo de alguaciles habían ayudado al desertor e incluso habían huido con él.

El obispo Harrach hizo un gesto de nerviosismo.

—A lo hecho, pecho, señores míos. Ahora deberíamos concentrar todas nuestras fuerzas en conseguir que nuestros ciudadanos recuperen la vida tranquila y temerosa de Dios que disfrutaban antes de que la situación se agravara de un modo tan terrible.

—Sí, «antes de que se agravara». —Tepser se pasó la mano por el pelo y se lo echó hacia atrás—. Hoy mismo saldré de viaje hacia Laxenburg, la residencia de primavera de su majestad, el emperador, para informarle personalmente de los lamentables acontecimientos que han tenido lugar. Considerando el peso que Viena tiene en el reino, estoy convencido de que su majestad compartirá el parecer de que será mejor no incluir en la crónica de nuestra ciudad lo ocurrido en los últimos días y semanas, o suprimirlo si es necesario.

Tepser miró con expresión grave a todos los presentes, que le indicaron su acuerdo asintiendo con la cabeza

—De acuerdo. Organizaremos un funeral solemne para Von Pranckh, con todos los honores militares, etcétera. Y que sea lo antes posible, para zanjar este asunto de una vez por todas.

El teniente Kampmann asintió.

El alcalde se levantó.

—Señores, como suele decir el emperador: consilio et industria.

III

El murmullo monótono de las aguas del Danubio tenía un efecto tranquilizador sobre los ocupantes de la gabarra. Sentado bajo el tejadillo de la barca, Johann contemplaba la corriente. La furia y la rabia que sentía poco antes se habían aplacado, y también habían palidecido los recuerdos, pero la sensación de vacío permanecía. Con todo, sus pensamientos eran más lúcidos, ya no se mezclaban con imágenes de la huida y de la lucha, combinadas con la imagen del rostro de Elisabeth la última vez que la vio.

Había cumplido su venganza, Von Pranckh estaba muerto. Le había ajustado las cuentas por la muerte de sus camaradas, ejecutados después de amotinarse contra los oficiales. Pero ¿a qué precio? Cierto que Von Pranckh había recibido el castigo que merecía, pero sus camaradas seguían muertos y a él le habían arrebatado Elisabeth, el amor de su vida.

Se inclinó por la borda, metió la mano en el agua fría y se lavó la cara. De pronto comprendió que a partir de entonces tendría una única misión: encontrar a Elisabeth para ponerla a salvo de los esbirros de los dominicos. Después, ya podría responder tranquilamente de sus actos ante el Creador, y eso haría al final de sus días.

El prusiano gimió y, en el delirio provocado por la fiebre, tiró de la venda que le cubría el muslo. Johann se sentó a su lado y le apartó las manos de la herida.

—Aguanta, amigo mío —susurró—. Aún queda una cosa por hacer.

A pesar de que su camarada tenía la frente empapada de sudor, Johann lo tapó cuidadosamente con una manta de fieltro.

Aguanta.

Luego dirigió los ojos hacia la popa, por donde el sol se ponía en aquellos momentos y teñía el cielo de un suave color anaranjado. El conde Von Binden se le acercó y señaló a proa con un dedo:

—Casi hemos llegado, ya se ve la localidad de Deutsch-Altenburg.

Johann miró hacia delante. En la orilla que quedaba a estribor se distinguían unas casas bajas.

—Dejadme hablar a mí —dijo el conde—. Conozco a esa gente.

Amarraron la gabarra en un embarcadero. Las cabañas de la orilla parecían torcidas, pero sólidas. Tres hombres del conde se colocaron firmes al final de la pasarela del embarcadero para ahuyentar a curiosos y mendigos. No muy lejos de allí, unos niños jugaban con el fleje oxidado de un barril.

Johann esperó pacientemente al lado del prusiano, a pesar de que el tiempo se le hacía eterno desde que Von Binden había desembarcado con su hija. Hans y Karl se habían apostado en proa sin decir nada y montaban guardia para actuar en caso de posibles contratiempos.

El sol casi se había puesto cuando Von Binden regresó en compañía de un hombre que llevaba un maletín negro. Los dos avanzaron a paso rápido por el embarcadero y subieron a bordo.

El médico tenía el pelo blanco y revuelto, la cara alargada y las manos grandes como palas. El maletín parecía tener tantos años como él. Sin perder el tiempo en palabras, se colocó junto al prusiano, abrió el maletín, lleno de instrumental plateado, y lo primero que hizo fue comprobar la respiración y el pulso del herido.

Johann, Hans y Karl miraban preocupados a su amigo.

El médico arrugó la frente, plagada de manchas de vejez, y observó la venda teñida de rojo.

—¿Herida de bala?

Johann asintió con la cabeza y el médico torció el gesto.

—Tengo que quitarle el vendaje. —El acento bohemio de su voz ronca era tan inconfundible como la peste a vino de su aliento—. Si la hemorragia ha cesado y la bala no se ha astillado, hay esperanzas. Si la herida sigue sangrando, ni siquiera el ilustrísimo cirujano de nuestro —carraspeó ruidosamente— querido emperador podría hacer algo por él.

Miró a los hombres con sus ojos enrojecidos y comenzó a quitar el vendaje con cuidado. El prusiano gimió mientras le retiraban poco a poco el jirón de tela empapado de sangre, pero la temida hemorragia no se produjo.

—De momento, va todo bien —dijo el médico.

Separó con el dedo índice y el pulgar los bordes de la herida, ennegrecidos por la pólvora, y la examinó. Luego se chupó el dedo índice de la otra mano y metió ligeramente la punta en la herida.

«Carniceros y curanderos —pensó Johann—, todos son lo mismo.»

—Es posible que sobreviva, la arteria femoral parece intacta. —El médico cerró el maletín y se levantó tambaleándose.— No soporto los barcos, llevadlo a mi granja.

Con estas palabras abandonó la embarcación.

Markus levantó al prusiano con muchísimo cuidado, casi como si fuera una pieza de porcelana fina, y lo bajó a tierra firme. Los demás lo siguieron, preocupados.

Johann echó un vistazo alrededor. Utilizar la palabra «granja» para designar la casa del médico era como llamar «catedral» a la madriguera de un zorro. Las paredes eran un entramado de tableros destartalados y las ranuras entre ellos estaban tapadas toscamente con barro. El cañizo podrido del techo olía como si una compañía de soldados hubiera hecho allí sus necesidades.

Aun así, Johann respiró hondo y trató de calmarse.

Está ayudando. Muéstrate agradecido.

El prusiano yacía sobre la mesa de madera que había en el centro de la habitación. El médico había colocado sus utensilios plateados al lado, encima de un trapo limpio. A su espalda, unos hierros de marcar reposaban con la punta en el fuego de la chimenea. Dos candiles colgados en las enormes vigas del techo proporcionaban la luz necesaria.

—Tengo que extraerle la bala —dijo el médico—. Espero que no pierda demasiada… —Se interrumpió y miró a Hans.—Ve a buscar un cordero a la granja vecina. Diles que te envía Leonardus y que se lo pagaremos más tarde.

Hans no entendía por qué, en una situación de emergencia como aquélla, tenía que ir a buscar comida, pero asintió y salió de la cabaña.

Leonardus sacó de un arcón varias correas largas de un palmo de anchura y ató al prusiano a la mesa tan fuertemente como pudo.

—¿Os hace falta ayuda? — preguntó Johann.

El médico negó con la cabeza.

—Pero quédate aquí con el conde. Y sujetadlo si se despierta, porque entonces no bastará con las correas.

Cogió una jarra oscura de barro y bebió tan ávidamente que el vino le brotó por la comisura de los labios y le manchó el jubón. Eructó, se limpió la boca con la manga y puso cara de determinación

—Adelante —dijo.

Johann miró con preocupación a Von Binden, pero el conde no le devolvió la mirada.

El médico practicó un corte de medio palmo en la herida, se chupó el dedo índice y el pulgar y empezó a hurgar dentro. El prusiano empezó a gemir y a temblar débilmente. Johann le sujetó la cabeza.

—Aguanta, amigo mío —dijo en voz baja.

Leonardus torció el gesto.

—¿Dónde estás, maldita…?

Cada vez salía más sangre de la herida y Von Binden quiso detener la hemorragia con un paño.

—Dejadlo, conde, así se limpia la herida —dijo el médico, sin mostrar la menor emoción, y siguió hurgando con los dedos.

El prusiano gimió más alto y Johann le secó el sudor de la frente.

¡Aguanta, amigo mío! ¡Hazlo por mí!

—¡Ajá, ya te tengo! —exclamó el médico, y sacó los dedos bruscamente del cuerpo del prusiano. Luego, entornando los ojos, examinó la bala de plomo a la luz de un candil—. Parece que estás intacta, maldita hija de…

—¡Señor Leonardus! —lo interrumpió Johann, al tiempo que señalaba la herida.

El médico lo tranquilizó con un gesto de la mano, dejó la bala y agarró uno de los hierros que se habían puesto al rojo vivo en el fuego.

—Esto no le va a gustar —dijo, y aplicó el hierro contra la herida.

El prusiano intentó levantarse, pero las correas se lo impidieron. Un olor dulzón a carne quemada colmó de pronto la cabaña, y a Johann lo asaltaron los recuerdos del lazareto después de una batalla. El médico devolvió el hierro a su sitio y cogió una espátula de madera con la que extrajo de un recipiente de cerámica una masa viscosa y parduzca, que aplicó sobre la herida quemada.

—Cámbiale el vendaje cuatro veces al día y aplícale ungüento de trementina —le dijo a Johann, mirándolo severamente a los ojos—. Y utiliza siempre vendajes limpios, ¿entendido?

Johann asintió y le tomó el pulso a su amigo:

—El corazón le late muy deprisa. No, esperad… ¡ya late más despacio!

Leonardus también lo notó, vio el sudor en la frente del herido y que la palidez iba en aumento.

—Ha perdido mucha sangre.

En aquel momento entró Hans en la cabaña con un cordero en brazos que parecía dormido.

—¡Justo a tiempo! exclamó el médico.

Cogió al animal, lo puso junto a un brazo del prusiano y lo ató con mano experta a la mesa. El cordero empezó a balar y a revolverse para librarse de las correas.

—Por el amor de Dios, ¿qué pretendéis? —Johann agarró al médico por el brazo.

—Si quieres que tu amigo tenga una mínima oportunidad, déjame hacer mi trabajo —dijo Leonardus, dirigiéndole una mirada férrea.

El médico apestaba a matarratas y tenía los ojos enrojecidos, pero miraba a Johann con determinación.

El hombre está ayudando. Supuestamente.

Johann lo soltó, retrocedió un paso y le sujetó nuevamente la cabeza de su amigo.

Leonardus hizo un gesto imperceptible de asentimiento, asió un cuchillo y le esquiló hábilmente una parte del cuello al cordero. Luego ató con una cuerda la cabeza del nervioso animal al brazo del prusiano y, con una serie de cortes firmes, extrajo la arteria carótida del cordero sin dañarla. Los balidos se transformaron en chillidos y a todos los presentes se les heló el corazón.

A todos menos al médico, que actuaba con la misma tranquilidad con que escucharía una sinfonía. Cogió con mucho cuidado un estuche de madera, decorada con una magnífica obra de taracea, y lo abrió.

Johann se inclinó y echó un vistazo en el interior. El estuche estaba forrado con terciopelo rojo y contenía unas tijeras de plata, varias cánulas de metal y otras tantas de cristal, y un utensilio que no conocía.

Tuvo un mal presentimiento. ¿Debía intervenir para evitar que aquel presunto charlatán hiciera prácticas milagrosas con su amigo? ¿O era mejor dejarlo continuar?

Tus sentidos te revelan lo que tu mente no es capaz de comprender.

Las sabias palabras del abad Bernardin le vinieron a la memoria. Johann cerró un instante los ojos y escuchó en su interior. ¿Qué haría el prusiano en su lugar?

Todo lo que fuera necesario para que continuaras vivo.

Abrió los ojos; había tomado una decisión.

El médico ya había sacado los instrumentos del estuche y los había colocado sobre la mesa en un orden que sólo él comprendía, pero parecía dudar.

«No lo hagas —pensó Johann— mantén la cabeza clara».

Va a hacerlo.

Leonardus cogió la jarra de barro y bebió otro buen trago de vino. Satisfecho, le guiñó un ojo a Johann, volvió a dejar la jarra, asió las tijeras curvas y le cortó carótida al cordero.

Los chillidos del animal cesaron de golpe. Cerró los ojos, pero siguió respirando. El médico cogió la cánula de cristal, que en un extremo tenía un tubo fino hecho de intestino, la introdujo en la arteria y la anudó.

Johann y los demás observaban fascinados.

El médico cogió entonces el escalpelo y le practicó al prusiano un corte de tres dedos de largo en el antebrazo, lo abrió y, con las tijeras curvas, le cortó también una vena, en la que introdujo otra cánula de cristal idéntica a la anterior. Entonces abrió la espita de la cánula que había introducido en el cuello del cordero, y un chorrito de sangre fluyó por el tubo. Leonardus extrajo el tubo de la cánula del prusiano e introdujo el que estaba lleno de sangre de cordero.

Se quedó quieto un momento, contemplando su obra de arte con orgullo.

—¡La transfusión está en marcha! —anunció triunfal.

Miró a los presentes, pero no le respondieron, todos observaban sin pestañear al prusiano, que parecía más muerto que vivo.

Leonardus se encogió de hombros y empezó a contar en voz baja.

De repente, el prusiano respiró agitadamente, su cara se tiñó de rojo y la frente se le empapó de sudor. Luego abrió los ojos y miró a su alrededor con cara de pánico.

—¿Johann? ¿Dónde estamos? ¿Dónde…? —Intentó levantarse, pero las correas de cuero se lo impidieron—. Johann, me baja por la espalda… —Su cara se desfiguró por el dolor.

—¡Ayudadle! —gritó Johann, sin entender el sentido de las palabras de su amigo.

El médico le tocó el cuello al prusiano.

—Las pulsaciones son lentas y fuertes, pero era de esperar —dijo, intentando tranquilizar a Johann.

—El pecho —gimió el prusiano— se me encoge… Me ahogo…

Johann miró el antebrazo de su amigo. Sus venas, sus brazos y sus manos parecían a punto de estallar, y tenía la piel enrojecida.

—Ayudadme… —dijo el prusiano, y perdió de nuevo el conocimiento.

—Ya está —dijo Leonardus, que terminó la transfusión presionando la espita de la cánula que tenía el prusiano en el brazo. Luego la extrajo con un rápido movimiento y aplicó un paño limpio sobre la herida—. Voilà!, como dicen los franceses. Listo.

Sacó la cánula de la vena del cordero y desató al animal, que seguía inconsciente. Luego lo cogió en brazos y se lo dio al conde, que lo miró sorprendido

—¡Que aproveche! —dijo—. Al fin y al cabo, vos lo pagáis.

Von Binden salió de la cabaña sin decir nada. Johann notó que el prusiano respiraba tranquilo; le tocó el cuello y constató que el pulso también era normal. Luego le dirigió una mirada interrogativa al médico.

—¿Y ahora qué?

—Tiene que descansar unos días, dormir es la mejor medicina. Es muy probable que hoy tenga escalofríos, pero desaparecerán dentro de unas horas. Es posible que le escueza la piel durante unos días y que se le ponga roja, pero lo superará, ¿no es cierto?

Johann lo miró fijamente.

—Pero ¿sobrevivirá?

—Como ves, ha sobrevivido. Pero no puedo decirte por cuánto tiempo. Evidentemente, acabará muriendo.

Johann lo miró angustiado.

—Algún día, como todos nosotros —añadió el médico, que se echó a reír, bebió otro trago de vino y se encendió una pipa—. Y, ahora, fuera de aquí. Me he ganado un buen descanso.

Cuando salieron de la cabaña, el aire frío del anochecer los recibió en la cara como si les diera un bofetón en plena cara. Hans y Karl respiraron hondo.

—Un hombre y un animal unidos. Eso no es obra de Dios —dijo Hans, meneando la cabeza.

—¡Qué más da! ¡Como si lo hubiera unido a un cerdo! Lo que cuenta es salvarlo —replicó Karl, mirándolo con una sonrisa en los labios.

Von Binden estaba fuera, sentado encima de un barril. Mascaba tabaco y observaba a su hija, que intentaba mantener en equilibrio un palo que se ponía en la punta de la nariz. Y lo conseguía, aunque sólo durante unos instantes.

Johann se sentó a su lado.

—¿Ha sobrevivido? —preguntó Von Binden sin dejar de mirar a su hija.

Johann asintió con la cabeza.

—Había oído hablar de estos métodos, pero nunca pensé que realmente existieran.

—La Iglesia hace todo lo posible por impedir que se practiquen. Lo nuevo siempre es obra del diablo —dijo el conde.

—¿Y lo es? —Johann le dirigió una mirada dubitativa.

El conde se encogió de hombros.

—¿Y qué no es obra del diablo? Todos nacemos como pecadores y morimos como pecadores, y mientras vivimos también cometemos pecados. Creo que si una cosa sirve de ayuda no puede ser tan mala.

Johann carraspeó.

—Seguro que el cordero no piensa lo mismo.

Von Binden sonrió.

—Hay quien cree que la sangre también transfiere cualidades del animal a la persona.

—¿Y el prusiano se volverá manso como un cordero? —Johann soltó una sonora carcajada—. ¡No llegará ese día!

Los dos hombres se entretuvieron observando las artes acrobáticas de la pequeña. Fue un instante de paz, el primero desde hacía mucho tiempo.

—Me pregunto qué hace un hombre con semejantes conocimientos en un pueblo de mala muerte. ¿No debería ser médico en la corte?

—Leonardus no ha vivido siempre aquí —contestó Von Binden—. Lo conocí en la corte del príncipe Fernando Augusto de Lobkowicz, el duque de Sagan. Su hija sufrió una grave caída mientras cabalgaba. Un perro asustó al caballo con sus ladridos y, por si eso fuera poco, luego mordió a la joven en el muslo. Fue una sentencia de muerte… para el chucho —dijo el conde, sonriendo, pero enseguida volvió a ponerse serio—. No había manera de que su hija se curara. Ni sangrías, ni emplastos de hierbas, ni oraciones… Todo era inútil. Cuando parecía que la joven llegaba al fin de sus días, el príncipe mandó a buscar a Leonardus y le ordenó que le hiciera una de esas transfusiones sobre las que corrían tantas leyendas. Leonardus se negó porque era consciente de que la joven estaba muy débil. Pero el príncipe le aseguró que, si ocurría lo que él no quería ni imaginar, no lo culparía, puesto que ésa habría sido la voluntad de Dios. Así pues, Leonardus hizo la transfusión a conciencia, pero la muchacha murió al cabo de unas horas.

El conde escupió un trozo de tabaco de mascar y prosiguió:

—El príncipe de Lobkowicz enloqueció. No sólo le retiró a Leonardus todos sus privilegios, sino que hizo todo lo posible para que jamás volviera a tratar a alguien de sangre azul. En realidad, a nadie. Después de perder todos sus bienes y privilegios y, finalmente, también a su esposa, Leonardus se retiró a esta localidad, a Deutsch-Altenburg. Todavía no lo ha superado.

—Y por eso bebe tanto —comentó Johann, pensativo.

—No —replicó Von Binden—, antes también le gustaba empinar el codo.

IV

Nubes de pólvora, gritos y órdenes por todas partes. A sus pies, muertos y heridos.

Se oían disparos atronadores.

De repente, el prusiano se derrumbó al lado de Elisabeth, los dos se cayeron. Al prusiano le salía sangre de la pierna.

—Elisabeth…

La joven lo miró aterrorizada, se levantó a duras penas y le tendió la mano, plagada de venas negras.

—Heinz, yo…

De repente, un soldado apareció detrás de ella, la agarró y se la llevó a rastras. Elisabeth se resistió con todas sus fuerzas. En vano.

Aún vio cómo Karl ayudaba al prusiano a levantarse y se lo llevaba a la gabarra, donde Johann esperaba.

Luego se encontró delante de un carruaje negro, la puerta se abrió y…

Elisabeth se despertó sobresaltada del sueño inquieto, las sacudidas del carro de los prisioneros no le permitían descansar. Los demás cautivos, apiñados unos contra otros, también intentaban dormir para no tener que hacerse una y otra vez las mismas preguntas.

¿Adónde nos llevan? ¿Qué van a hacernos?

Fuera se oyeron órdenes, voces amortiguadas por los pesados toldos, el carromato aminoró la marcha y finalmente se detuvo.

Los cautivos se despertaron unos a otros. La inquietud se propagó entre todos. Esperaron en la oscuridad, con el temor de no saber si aquello era el final, si ocurriría lo inevitable.

Oyeron unos pasos que se acercaban a la puerta y luego enmudecían. Elisabeth contuvo el aliento.

Aflojaron los toldos desde fuera y los levantaron. Entró una luz cegadora y los prisioneros cerraron los ojos. Algunos se agazaparon en los rincones oscuros para esconder la piel sensible a la luz del día.

A pesar del dolor, Elisabeth entreabrió los ojos, tenía que saber si…

Las siluetas de varios hombres delante de la puerta. Ninguna posibilidad de huida.

La llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. Fuera había cuatro soldados, dos a cada lado, y otro asomó la cabeza dentro del carro.

—¡Fuera! —ladró con voz ronca—. Podéis hacer vuestras necesidades ahí arriba y beber agua de la fuente. Pasaréis la noche en esa granja. Si alguien intenta huir, le dispararemos. Y si alguien arma jaleo, también. Y si alguien me pone nervioso, ¡lo mismo! ¿Preguntas? ¡Ninguna!

Elisabeth bajó la primera, temblando. Le dolía todo por haber estado tantas horas sentada. Observó el entorno. Aunque antes, cuando habían retirado los toldos, les había parecido que entraba la luz deslumbrante del sol de mediodía, era la hora del crepúsculo. El horizonte estaba más claro a la derecha; por lo tanto se dirigían hacia el sur. Cerca de allí había una casa de labranza calcinada, en las puertas de la granja aún se veían unas grandes cruces de San Andrés blancas pintadas, que ya presentaban huellas del paso del tiempo. Elisabeth conocía esa señal de aviso: la peste había estado allí.

Los primeros prisioneros se precipitaron hacia la fuente y bebieron agua con avidez. Las madres se fueron con sus hijos detrás de los matorrales, vigilados con cien ojos por los soldados. Otros enfermos se quedaron en la oscuridad protectora, no bajarían del carro hasta que fuera noche cerrada.

El carruaje negro en el que Elisabeth había salido ese mismo día de Viena se había detenido mucho más adelante, en una posada que había al otro lado del camino.

Elisabeth respiró con fruición el aire frío del anochecer. Notó que se le despejaba un poco la cabeza.

De todas las cuestiones que la preocupaban, sólo dos eran importantes: ¿Dónde estaba Johann? ¿Y cómo diantre la encontraría?

De momento, ninguna de las dos preguntas tenía respuesta. Por lo tanto, lo único que podía hacer era seguir con vida y tratar de huir en cuanto surgiera la menor oportunidad. Se lo debía a Johann, se lo debía a su hijo.

Se acarició el vientre, la curvatura casi imperceptible. Entonces oyó un llanto, levantó la vista y vio que un mercenario sacaba a una madre y a sus dos hijos a empujones de los matorrales.

—¡Daos prisa, no tenemos toda la noche!

Los niños lloraban, las lágrimas se deslizaban por sus pequeñas mejillas, marcadas por ramificaciones negras.

Elisabeth se apartó la mano del vientre y notó que se le humedecían los ojos. Se apresuró a secárselos y se dirigió a la fuente.

Una hoguera crepitaba en medio del corro que habían formado los vecinos del pueblo y los gitanos que habían acampado allí con sus carros hacía unas horas. Todos bromeaban, reían, comían y bebían como si se conocieran desde hacía una eternidad y celebraran el reencuentro. Dos músicos, con un violín y un caramillo, tocaban alegres canciones con un halo de nostalgia.

Johann miró el corro, sonrió a los niños que tocaban palmas, a los hombres que bebían y a las muchachas que bailaban. Pero lo que él quería era levantarse y marcharse, partir en busca de Elisabeth. A cada segundo que pasaba, el peso que le aplastaba los hombros parecía más grande y aumentaba su confusión.

Markus estaba sentado a su lado, royendo las últimas costillas del cordero asado. Victoria Annabelle dormía con la cabeza apoyada en el regazo de su padre, tapada con una manta de tejido basto.

Hans y Karl se abrazaban, reían y se emborrachaban.

El prusiano todavía no se había despertado, el médico lo velaba roncando en la casa.

Von Binden miró pensativo a Johann.

—No lo hagas. Fracasarías.

Johann se sobresaltó como si lo hubieran sorprendido robando.

—Solo, no conseguirás nada. Ten paciencia. Juntos, la encontraréis.

—Quizá entonces ya sea demasiado tarde, señor conde.

—Quizá —replicó Von Binden, mascando tabaco—. Pero, si te vas solo, el fracaso está asegurado.

Johann volvió a contemplar el fuego. Sabía que Von Binden tenía razón. Y lo maldijo por ello.

El conde escupió en el suelo y le ofreció su jarra de vino con una sonrisa.

—¡Y hazme el favor de llamarme Samuel!

V

«No malgastes tus energías, vas a necesitarlas.» Las palabras de Von Pranckh resonaron en la mente de Johann, como si las forjaran a golpe de martillo.

Luego vio el instrumento con que Von Pranckh se le acercaba y le dio la impresión de que las paredes de la mazmorra se le caían encima.

Un dolor ardiente se apoderó de sus sentidos y le cortó la respiración cuando el militar le clavó la herramienta en el costado.

Von Pranckh paró un momento y esperó a que volviera la calma después de aquella tempestad de dolor. Luego siguió girando el instrumento para la que la espiral de hierro penetrara un poco más.

Johann supo que esta vez no tenía escapatoria.

Perdóname, Elisabeth.

Un dolor ardiente invadió a oleadas su cuerpo, a Johann todo le daba vueltas, estaba muy cerca de la liberadora pérdida de conocimiento.

Y de nuevo un dolor ardiente… dolor… más dolor…

Johann abrió los ojos. Victoria Annabelle lo pinchaba en el hombro con el palo que el día anterior intentaba mantener en equilibrio en la punta de la nariz. Al ver que Johann se había despertado, sonrió con picardía y entró corriendo en la cabaña del médico.

Johann se llevó la mano al hombro y palpó la herida que le había hecho Von Pranckh.

Aún le dolía.

Miró el entorno. Los rayos de sol del amanecer sumían las casas bajas de Deutsch-Altenburg en una luz agradable. El heno sobre el que descansaba era cálido y blando. En el aire aún flotaba el olor a humo de la fogata que habían encendido por la noche, en la que aún quedaban algunos rescoldos.

El pueblo estaba tranquilo, sólo se oían las voces y las risas de las gitanas que lavaban la ropa en las aguas del Danubio. Johann se levantó y se desperezó. Notó un leve dolor de cabeza, probablemente por culpa de la jarra de vino que esa noche había vaciado mano a mano con Von Binden. O por la que se bebieron después.

Entró en la cabaña y vio que, en la mesa en la que unas horas antes habían atado al prusiano, había un cuenco de madera lleno de sopa de cerveza humeante. Leonardus, Von Binden, Victoria Annabelle, Hans y Karl estaban sentados a la mesa. Con excepción de la niña, a todos se les notaban en la cara los excesos de la noche anterior.

Sin decir nada, se sentó en un taburete y se sirvió un cucharón de sopa en el plato que tenía delante. Echó dentro unas migas de pan y lo removió todo con una cuchara.

—Señor, bendice los alimentos que vamos a tomar —murmuró el médico, y se santiguó.

Los demás lo imitaron.

Johann tomó un sorbo de sopa; la cerveza rebajada con agua tenía un sabor intenso y aromático. Paseó la mirada por los semblantes que lo rodeaban, de los que había desaparecido la despreocupación cargada de alcohol de la noche anterior. Todos volvían a pensar en la huida, en lo que habían dejado atrás o en lo que no volverían a ver nunca.

—¡Resucitado de entre los muertos! —exclamó Leonardus de pronto.

Todos dirigieron la mirada a la figura que salía tambaleándose de la habitación situada en la parte de atrás. Era el prusiano.

—¡Heinz, amigo…! —Johann se levantó de un salto y corrió a ayudarlo, pero el prusiano rechazó la ayuda con un gruñido y lo agarró por el cuello de la camisa.

—Guárdate tu ayuda para las viejas y los tiroleses, desertor.

—Hoy tienes carta blanca para decir todas las impertinencias que quieras. Aprovecha —le respondió Johann, y lo abrazó con tanta fuerza como pudo.

—¡Qué bonito es el amor! —bromeó Karl.

Hans y Victoria Annabelle se rieron.

—Siéntate con nosotros. ¿Cómo te encuentras? —le preguntó Leonardus, escrutándolo con la mirada.

—Bastante bien —respondió el prusiano—. No es la primera vez que me disparan.

—Pero podría haber sido la última —replicó el médico.

—No había llegado mi hora —contestó sonriendo el prusiano.

Luego se sentó a la mesa con los demás. Se movía como un anciano.

—¿«Bastante bien»? ¡Lo que hay que oír! —murmuró Leonardus.

El prusiano lo observó malhumorado. Johann le ofreció un cuenco lleno de sopa humeante. El prusiano cogió la cuchara, la sumergió en el líquido y se la llevó a la boca con mano temblorosa. Tragó y puso cara de gozo.

—Y enseguida estaré mucho mejor —dijo y empezó a devorar la sopa a cucharadas.

Los demás sonrieron.

Vació rápidamente el cuenco, dejó la cuchara y dijo:

—Y ahora contadme lo que ha pasado. Lo último que recuerdo es que casi lo habíamos conseguido, estábamos a punto de llegar a la gabarra, y entonces me dispararon. Tuve que soltar a Elisabeth y… —Se interrumpió y miró a todos lados con la esperanza de encontrar a la persona que buscaba—. ¿Y Elisabeth?

Von Binden meneó la cabeza. El prusiano miró entonces a Johann, que tenía una mirada vacía en los ojos.

—Johann, ¿está…?

—¿Muerta? No, por lo que sabemos —respondió Von Binden en lugar del amigo.

—No lo entiendo…

—Los soldados la capturaron, sólo pudimos cargar contigo hasta la gabarra antes de que zarpara —dijo Hans.

—Luego vimos que se la llevaban en un carruaje negro —añadió Karl.

—Entonces… ¿todo fue en vano? —El prusiano estaba consternado.

—No, amigo mío, porque tan pronto como te mejores, iré a buscarla. Y la encontraré, aunque tenga que ir a buscarla al infierno. —Johann miró al prusiano con una determinación que no dejaba lugar a dudas.

—¿Y a qué esperamos?

El prusiano se levantó, se tambaleó y tuvo que sentarse de nuevo. Los ojos le hacían chiribitas. Respiró hondo y notó que alguien le ponía algo en la mano.

—¡Bebe! —le ordenó el médico.

El prusiano levantó la jarra con manos temblorosas y tomó un trago. Era vino, y sabía a rayos, pero las chiribitas desaparecieron.

—Los actos heroicos tendrán que esperar unos días —pronosticó Leonardus, que le quitó la jarra de las manos y bebió un buen trago.

—Sí, haz caso del matasanos y no seas tan… animal —bromeó Hans y se echó a reír.

—Eso, estate tranquilito como un cordero —añadió Karl, al tiempo que se tocaba el muslo.

El prusiano miró confundido a Johann, que hizo un gesto para quitarle importancia al asunto.

—Luego te lo explico.

La noche que pasaron en la granja fue una pesadilla.

Tras la puesta de sol, los mercenarios les dieron pan cubierto de moho, queso rancio y alimentos que un campesino jamás les daría a sus cerdos. Pero al menos se llenaron un poco el estómago. Luego, los enfermos se tumbaron en el suelo de tablas húmedo para cumplir el «obligado descanso nocturno», como lo llamaban sus carceleros. Los lamentos de los adultos y los llantos de los niños se fueron acallando poco a poco, hasta que sólo se oyó el aullido del viento que soplaba entre los muros.

Elisabeth tardó horas en conciliar el sueño, recordaba una y otra vez la escena a orillas del Danubio, y el dolor que le provocaba la ausencia de Johann aumentó hasta el infinito. Sin embargo, sabía que tenía que ser fuerte y trató de armarse de valor. Johann había escapado varias veces de las garras del diablo; seguro que ya se había puesto en camino para buscarla, acompañado del prusiano y sus otros amigos. Confiaba ciegamente en él, sabía que esta vez también haría…

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